Uno de los que se vinieron de juerga la otra noche fue Pitillo, el tiburón cigarro. Un tipo curioso donde los haya. Nadie sabe demasiado sobre él, pero es un tío pequeño, escurridizo y tiene fama de subersivo. Le encanta alardear de sus grandes hazañas reposado en la barra de cualquier antro siempre con un whisky en la aleta y un pitillo en los labios. Es el pescado más vacilón que conozco y no es para menos. Con lo pequeño que es (no mide más de un palmo), muerde trozos de carne de animales inmensos, mucho mayores que él, como peces vela, atunes, focas, ballenas, delfines, rayas o algún que otro tiburón. Como podéis intuir, esto es lo que más admiro de él porque este tiburón lo muerde todo, incluso ha llegado a morder el domo de caucho de un submarino nuclear.
![](http://photos1.blogger.com/img/115/2726/200/tiburoncigarro01.jpg)
Los dos hemos vivido un sinfín de aventuras sorprendentes. La mayoría inconfesables. Pero hoy os explicaré una que me cambió para siempre la forma de ver el océano. Un día que íbamos los dos haciendo el pollo entre el lodo de un arrecife, aparecieron bajo nuestras barrigas los dos faros de lo que presumiblemente eran los dos ojos de un calamar gigante hambriento. Éramos una merienda segura. No teníamos escapatoria. Pero fue entonces cuando sucedió algo grandioso que unió para siempre mi suerte a la de este tiburoncillo amigo mío. Como su vientre es brillante, parece un pez inocente cualquiera si se observa desde abajo. Así, cuando el calamar gigantesco se le acercó para zamparse lo que pensaba que era un bocado fácil, Pitillo se escabulló con un movimiento rápido, se escurrió entre los tentáculos y, con todo lo chinorri que es, le dio un muerdo en el lomo. El calamar parecía un potro salvaje intentado deshacerse del pequeño atacante. Pero Pitillo formó una ventosa con su boca hasta quedar fuertemente sujetado a la piel del calamardo. Entonces, el más pequeño de los tiburones que habitan estos mares de por aquí, giró y giró hasta cortar un trozo circular de carne con sus dientes inferiores serrados y afilados como navajas. En un instante, Pitillo arrancó un bocado de carne de ese monstruo marino. Ya estaba: el atacante era víctima de su propia presa. El calamar gigante no sabía qué le estaba sucediendo y, herido, marchó rápidamente con una bonita marca circular en su lomo, como si alguien le hubiera apagado un cigarro en la piel. Yo estaba atónito y alucinado. Fue algo impresionante. Entendí en ese instante muchas cosas: se podía luchar contra los calamares gigantes y contra todo lo que desde pequeño había pensado inalterable. Y lo mejor, aún tenía que llegar. Al final nos merendamos la mejor tapita de calamar en su tinta que nunca he probado. Regocijándonos de lo sucedido entre brindis y brindis con un buen vino blanco de Alella. Sólo puedo deciros que a partir de ese día Pitillo y yo somos inseparables. Siempre nos vamos los dos a dar la tabarra por ahí hasta altas horas de la noche.
2 comentarios:
moraleja; lávese los dientes cada día y si puede afílelos que algún día seguro le hacen falta...
Sí, sí, Pitillo tiene mucho éxito entre las pescaditas.
Publica un comentari a l'entrada
<< Home